Desde la orilla


El pasado verano se me presentó intenso, caluroso y en ocasiones, poco menos que monótono. Un amigo me ofreció volver a trabajar en una de las piscinas que él gestiona y allí es donde pasé la mayor parte del tiempo. Ha sido un trabajo llevadero, poco estresante y preferible a otros seis o siete trabajos que he conocido del tipo: hostelería, construcción, repartidor, dependiente... Allí he hecho varias cosas, desde vigilar que nadie se ahogara hasta curar un chichón enorme hecho de una forma muy estúpida; desde “desear” que alguien se ahogara para combatir el aburrimiento, hasta ver cómo la misma persona se golpeaba en el “mismo” chichón que se hizo días atrás. Al fin y al cabo son demasiadas horas en el mismo lugar y uno espera que pase algo, cualquier cosa que rompa la monotonía.























Además de curar a la gente y de dar vueltas alrededor de la piscina tratando de huir del sol, nadé no pocas piscinas, hablé “por los codos” con todo ser que me daba conversación e impartí clases de actividades acuáticas. Lo más divertido sin duda alguna ha sido esto último. Se trataba de cursos para que los más pequeños aprendieran a nadar, y clases de aquagym para que los más mayores dejaran algún kilito sobrante en el fondo de la piscina. En cuanto a lo primero, no hubo ningún problema importante. Enseñar a nadar a un grupito de niños/as de cuatro o cinco años es tarea fácil siempre y cuando tengas paciencia. Es muy común que a estas edades lloren, tengan pipi cada dos minutos y no quieran hacer lo que les mandas, simplemente porque no les da la real gana. Bien, confieso que desarrollé un método infalible que sirvió para evitar esto en gran medida. Además sirvió para conseguir incrementar la concentración del niño desde un veinte, hasta un noventa y tantos por ciento. El método lo bauticé como “lanzamiento de niño”. Literalmente, como indica su nombre, se trata de despegar al niño/a del borde de la piscina o, en su lugar, del material flotador correspondiente y lanzarlo tan lejos como se pueda. Hay que intentar hacer esta operación dentro de la piscina porque, de lo contrario, el pequeño iría a parar al césped, a los vestuarios o, lo que es peor, directamente al chiringuito del recinto. Es en este preciso momento, al inicio del lanzamiento, cuando la mamá o el papá del chiquillo emiten el primer chillido. Suele ir acompañado de algún improperio dirigido contra la figura del monitor o incluso contra su madre. No hay que alarmarse, la tensión desaparecerá paulatinamente a medida que se compruebe el estado del futuro nadador. El niño habrá callado y en su lugar se percibirán unos repetidos chapoteos en la lejanía. Normalmente resulta que a partir de esa experiencia, el pequeño bañista se mantendrá atento a tus explicaciones durante el resto de la clase con un interés fuera de lo normal. Además, suele darse el caso de que haya aprendido a mantenerse a flote por si solo, lo que confirmará que la clase impartida habrá sido todo un éxito.

Mis inicios como monitor de aquagym fueron algo más caóticos. Digo esto porque para ser monitor de natación de un grupito de niños, es suficiente con que los padres se den cuenta de que pueden confiar en ti. La idea que yo tenía hasta ese momento del aquagym es que se trata de una actividad en la que una persona se sitúa al borde de una piscina, donde hace una serie de ejercicios gimnásticos siguiendo el ritmo de una música “movidita”. Delante de esa persona, en el agua, hay un grupo de bañistas que tratan de imitar todos esos movimientos. Hasta ahí todo bien, estas apreciaciones se correspondían con la realidad. También cabe añadir que para dar sentido a esta actividad, los movimientos a imitar por los alumnos se realizan dentro del agua, ahí está la gracia de este deporte, para conseguir hacer un ejercicio tienes que superar la resistencia del agua. En mi caso, como me gusta dibujar, para mi primera clase como monitor de aquagym se me ocurrió la idea de escuchar la música que tenía preparada para la sesión, e ir a la vez dibujando los ejercicios que se me iban ocurriendo sobre una hoja de papel. Recuerdo que llené dos o tres folios de ejercicios diferentes, estaba muy emocionado, todo fluía en mi cabeza acompasado por los grandes éxitos veraniegos del 2012. Ya me veía ahí, en el borde de la piscina haciendo movimientos sexis cual “estrella del pop bailonga”, mientras alguna chica guapa subía la temperatura del agua unos diez grados hipnotizada, ¡qué digo!, maravillada por tan sublime espectáculo. Ya estaba todo listo, este va a ser mi verano me dije, y llegó por fin el momento. El equipo de música estaba en su lugar, el grupo de gente con chica guapa incluida  estaba dentro del agua, y yo enfrente de ellos tragando saliva, con la mente en blanco como suele ocurrirme en actuaciones públicas donde soy yo el protagonista. La música empezó a sonar y sabía lo que había que hacer: Había que moverse, pero ¿cómo?. Mi respuesta estaba dibujada en las hojas de ejercicios que no sé bien donde había dejado. ¡Ahí podía estar bien!, ya no me acordaba de ningún ejercicio que había dibujado. -¡Hay que moverse, hay que moverse...! -me repetía a mi mismo una y otra vez. -¡Hay que moverse...!, bien, allá voy... Cuando me quise dar cuenta, pasados un minuto o dos desde que empezó a sonar la música, estaba moviéndome igual que C3PO (Star Wars) tratando de hacer HAIKI-DO sobre una tabla de surf, imaginaos qué escena. Un murmullo empezó a recorrer la superficie del agua, miré los rostros de la gente, miré hacia mis piernas, miré hacia el cielo... no sé para qué, si fuera creyente hubiera tratado de buscar una señal divina que me ayudara a regresar al eje perpendicular respecto al borde de la piscina, pero bueno, miré igualmente tratando de buscar yo que sé qué. La clase transcurrió, me seguí moviendo mientras trataba de recordar los ejercicios que había dibujado anteriormente. Fue duro pero a medida que me calmaba fui recordando algunos de ellos. Moraleja: En pocas ocasiones he tenido la oportunidad de superar mis miedos en tan corto espacio de tiempo. No me quedó más remedio.

Un par de meses después del verano hago balance. Considero que he vuelto a trabajar en algo que no me apasiona, que lo hice para conseguir dinero pero da igual, en lugar de quejarme “tomo nota”. Me planteo esto de dibujar como un oficio por encima de otros oficios, me explico: Dibujar no es solo sentarse frente a la mesa y hacer trazos sobre el papel, dibujar es también tener los sentidos a punto, “tener puesta la antena”, “absorber como una esponja” para sacar provecho de toda situación que se precie. No me lamento de trabajar de algo que no considero mi especialidad, ha sido una temporada muy rica en imágenes y recuerdos, en amistades y ratos alegres que ha pasado a formar parte de mi imaginario particular.